No penséis que os estoy dando mi dirección ni nada por el estilo. Mis señas son muy distintas, y si os dijera donde resido, mi hogar os resultaría muy familiar. Porque estoy en el vuestro. En todas y cada una de vuestras sucias y malolientes neveras y/o terrazas. Porque yo soy muchas. Millones. Y comienzo a arracimarme en mí misma para poder estar presente el 31 de enero en cada una de vuestras manos, la izquierda más comúnmente.
Podréis encontrarme esta noche en un platito de vuestra vajilla, envuelta en papel de aluminio o directamente en mi racimo. Por mi tamaño me conoceréis. A simple vista no sabréis distinguirme, pues vuestra simple capacidad de percepción puede ser burlada fácilmente. Pero vuestro sentido del tacto esta más desarrollado y perfeccionado, y él será quien os diga quién soy yo. Pero será tarde. Me iré moviendo. Huyendo de vuestros repugnantes dedos pulgar e índice. Y empezarán a sonar los cuartos en el reloj de la puerta del sol. Y comenzaré a generar nerviosismo injustificadamente. Y la primera de las campanadas dará nacimiento al nuevo año, y a su vez será pistoletazo de salida para la absurda ingesta de uvas. Una. Dos. Tres. Muy bien, todavía consigues tragarlas antes de tener que engullir la posterior. Cuatro. Cinco. Seguimos bien, todo correcto, excepto algún que otro pellejo. Seis. Perfecto, ya llevas la mitad sin ningún atisbo de atragantamiento. Siete. Cómo? Tienes la sensación con sólo notar mi piel que algo va a ir mal. Y algo irá mal. Comenzaré a deslizarme por tu repelente boca no dejando ser aplastada por tus agujereados molares y premolares hasta no oír la campanada número ocho. Muerde, muerde. Ahora eres consciente de que soy enorme. Que mi piel es áspera e infinitamente más dura que la del resto. Conseguirás traspasarla con no demasiado esfuerzo, y entonces derramaré todo mi jugo. Empalagoso. Cantidades ingentes de un zumo insípido e insulso que incluso dificultan su asimilación. Y crac, crunch. Ni el Danio con chocolate ni la vieja fiebre del oro. Eso sí que son pepitas! Inmensas crujen entre tus dientes dejando restos adosados en tus sangrantes encías. Y rápido tragas pues ya deberías estar haciendo lo propio con la siguiente. Glup, o club, dependiendo del caso. Y te sientes de nuevo aliviado, aunque los restos de mi piel adheridos a tu paladar te recuerdan que pasé por allí. Y entonces empiezas a mirar al resto inquieto. Ves que a todo el mundo le ha debido pasar lo mismo. Y tu abuela y padre empiezan a toser. Otros comienzan a darse por vencidos. Y tú sigues tragando, pero pendiente de que puedan seguir haciéndolo aquéllos que parecen al borde de fenecer asfixiados. Y llegas a la última uva con una sensación de intranquilidad que no abandona tu cuerpo hasta que no ves que tu padre ha vuelto a recuperar su tono rosado y la abuela finalmente se ha unido al brindis a la voz de salud. Y ahora brindas y bromeas con todos. Y a todos les deseas feliz año nuevo con la sensación de que realmente no va ser tan bueno
No me culpes por ello. Yo soy quien pone un poco de razón y cordura en una tradición supersticiosa tan absurda como ésta. Y soy quien te dice que en los próximos 366 días tendrás que enfrentarte a algún gran escollo, degustar sinsabores y pasar malos ratos. No te preocupes. Vete de cotillón y añade a tu repertorio de sensaciones vividas en el nuevo año la de la genial degustación de garrafón, aspiraciones habanas y demás atentados contra tu propio organismo, todo ello para vivir el primer día del año como se merece: en la cama, con terrible resaca y viendo saltos de esquí.
Alegraos de no ser italianos, que tienen que comer lentejas. No te jode.
Que nos vaya a todos muy bien, hombre. Deseos sinceros del jebi.
...es el humor negro. Eso decía uno de los personajes de la cortinilla del ya mítico programa del señor Takeshi Kitano "humor amarillo".
El caso es que hoy, en plena sobremesa familiar, para sorprender a parte de los invitados que estaban a punto de hacer su aparición, decidí levantarme y gastarles una "inocentada". Salimos a la puerta, derrito turrón de chocolate y lo restriego por el timbre y el suelo dejado tiras de papel del culo desparramadas y chocolateadas aleatoriamente. Je je, que costumbre tan maja.
Y es que lo españoles, si algo tenemos de míticos, no es aquello del latin lover, ni el flamenquismo exacerbado. Nasty. Es el elegante e hilarante humor negro ibérico. Esa imponderable capacidad de generar chascarrillos a partir de sucesos supuestamente funenarios. Y así disfrazamos en un momento a Anabel segura de Skeletor, y a las niñas de Alcasser las vestimos con los productos de cualquier supermercado, y a las víctimas de atentados, agresiones y desastres naturales las extraemos de su tumba y anonimato convirtiéndolas en los nuevos "jimy el puma".
Y como éste es una país católico, pseudoapostólico y lleno de rumanos y fariseos, celebramos la matanza indiscriminada de niños en Belén de hace unos 2003 años (se supone) colgando monigotes en la espalda de los transeúntes. Y así les rendimos homenaje, emulando al hijo varón de los Simpson llamando al bar del Moe de turno. Y bloqueando ascensores. Y reservando habitaciones. Y con botes de humo. Y con armas arrojadizas. Y con bastante hijoputismo.
Y Herodes, con esa misma gracia, iba degollando neonato tras neonato riéndose de sus padres. Y Pilatos se lavaba las manos, porque algún hijoputa había puesto en el grifo esa pastillita que colorea el agua.Y por eso Fernán Gómez (creo) decía que mearse en las manos era bueno.
-madre: "arturo, que nos han matado al niño"
-padre: "cómo?"
-madre: "con un cuchillo, no lo ves?"
-padre: "eso ya lo sé, cacho zorra"
-madre: "pues para qué preguntas, animal?"
-padre: "serás hija de puta. Yo vengo de llevar una de mis mejores ovejas al recién nacido del portal y tú dejas al niño solo. Me cago en tu puta madre"
La joven pareja se agrede y golpea con los aperos de labranza y útiles de cocinar. El hijo de ambos yace muerto y la nieve se acumula en las cuencas de sus ojos. Y Herodes sale de detrás de las cortinas y dice: "ja, inocentes" mientras se descojona. Y es que tiene bastante gracia ver nieve en Israel.
Y así finaliza la historia de los primeros que murieron (que fueron y siguen siendo muchos) por culpa de aquél que nació del vientre de una virgen y murió en una cruz para salvarnos a todos. Luego resutó y dijo: "inocentes", pero al ver que se había equivocado de día, y no se celebraban los santos inocentes, decidió crear la semana santa, en la que ahora todos le rinden culto disfrazados de monigote de papel que colgamos en la espalda de los traseúntes...
Manuel Sonseca era una tipo achaparrado y alegre. Siempre con un palillo y una sonrisa en la boca. No se le conocía otra vestimenta que esas pantuflas de cuadros, los pantalones verdes de pana y el jersey marrón. Sus manos eran anchas, sus dedos gordos y sus uñas negras. Con ellas rascaba continuamente su engañosa barrriga y pellizcaba las mejillas de los niños que acudían a saludarle.
Vivía al otro lado de la carretera, junto al río. Allí tenía su hogar, y su mundo. Todas las mañanas los niños del poblado iban a darle los buenos días y hacerle simpática compañía. Apenas hablaba con ellos, su tartamudez complicaba la comunicación. Cuando debía presentarse a alguien lo primero que hacía era respirar hondo y decir su nombre: ma...manuel. Los niños se reían, y fueron ellos los que decidieron empezar a llamarle papá nuel (porque de mamá lo único que tenía era la barriga). Y con este sobrenombre era conocido por toda la comarca, pues tan grande era su fama. Recorría todos los senderos que unían los poblados cargado con desvencijados regalos para los niños. De todos ellos, su favorito era manolillo. Y no por la coincidencia en sus nombres, sino porque era el más pobre de todos aquellos desgraciado zagales. Manolillo había venido al mundo un 26 de febrero. Había llorado sin necesidad de palmadita alguna (de seguro conocía su condición y destino) y había saludado a todos con los tres deditos de su mano izquierda. Por suerta era diestro, y muy ducho el jovenzuelo. Pero la vida, en sus ocho años, le había pasado cara factura, pues ya le había costado un ojo de la cara.
Y aquella mañana la boca de Manolillo parecía desencajarse y su único ojo querer salirse de su órbita. Papá Nuel había llamado a su puerta y le había pedido que saliera. Allá, justo donde señalaban los dedos gordos de Papá Nuel había algo maravilloso. Una auténtica canasta de baloncesto, hecha con la llanta de una bicicleta clavada sobre la parte superior de una lavadora. Y Papá Nuel sonrió ufano, y puso sobre los ocho dedos de Manolillo una pelota hecha con unos trapos. Y allí pasó sentado toda la tarde. En el suelo. Viendo cómo progresaba en el arte del baloncesto Manolillo. Bastante lento, por cierto, pues los tres dedos de su mano no le dejeban sostener la pelota con facilidad. Nada que no pudiera superar de no ser porque, para apuntar a canasta, manolillo cerraba su único ojo y los lanzamientos apenas si llegaban a chocar contra la tapia de ladrillo.
Manolillo buscó con su mirada a Papá Nuel, y vio que se marchaba. Decidió seguirlo a prudencial distancia, maquinando con inocencia la forma de poder sorprenderle y devolverle así el regalo. Y vió que pasaba junto a su chabola y seguía caminando. Y no se detuvo hasta que tuvo frente a sí la montaña más maravillosa del mundo. Una pirámide formada por electrodomésticos, bolsas de plástico tuberías y demás materiales preciosos. Huyó del campo de visión de Papá Nuel y se afanó en encontrar aquel regalo. Y ahí estaba, una preciosa y sucia bufanda. Justo ahí arriba, sobre la estufa oxidada. Y manolillo trepaba como un mono. Un macaco sobre su montaña de desechos. Y la bufanda ya estaba en su mano derecha, y la izquierda y sus tres dedos se hundían en la miseria. Cada vez más, cada vez más. Manolillo hizo un último esfuerzo por escapar de aquel negro alud, pero lo único que consiguió fue dejar a salvo aquella bufanda prendida por su débil puño...
Era muy temprano, pero alguien llamaba a la puerta de Papá Nuel. Era la madre de Manolillo, azorada. Manolillo había desaparecido. No había pasado la noche en casa. En seguida se puso todo el poblado en su búsqueda, mas sin fruto alguno. Papá Nuel había ido en dirección contraria, justo hacia su montaña. Y allí sin esfuerzo descubrió la mano de Manolillo sosteniendo una asquerosa bufanda. Papá Nuel supo en ese momento que aquél era su regalo de Navidad, y corrió a agarrarlo. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas ocultaba la fría manita de aquel niño bajo los escombros. Volvió al poblado. Llegó a casa de Manolillo y dijo que esa noche no quería dormir solo. Ocupó la habitación de Manolillo y se acostó en calzoncillos. La madre de Manolillo recogía el salón cuando descubrió la bufanda. La vio sucia y decididó lavarla, sobre todo por estaba manchada de sangre. Con el corazón en un puño frotaba contra la pila aquella prenda que contenía los vestigios del que fue su hijo. Y por el sumidero desaparecía su último recuerdo mientras las ratas y gusanos daban buena cuenta del resto. Desde entonces papá Nuel nunca abandonó esa casa, ni pasó una sola noche lejos de aquella madre y fuera de aquella habitación. Pero nunca más pudo volver a dormir. "Ahora, la Navidad la celebraré cada 26 de febrero" se decía febrilmente en aquella eterna duermevela...
FELIZ NAVIDAD, si eso.
-Gasas
-Gasas
-Bisturí
-Bisturí
Esto no es un cuento ni nada que se le parezca. No es parte de la historia, de ninguna historia, ni tan siquiera de la mía propia. Y es que hoy soy el cirujano que actúa por capricho. Aquél que asalta a sus víctimas escalpelo en mano para cambiar sus deformidades.
Entro a mi blog y lo veo insulso, vacío, con sólo un breve escrito en pantalla y el resto de sus elementos desparramados por mi monitor. Más feo que pegar a Dios, el cabrón. Así que he decidido, quiera o no quiera el afectado, cambiar y/o modificar su aspecto. Y para eso sólo tengo que escribir algo más. Algo que llegue hasta eso que pone de Powered By Movable Type, justo hasta el pie de la foto del ninio de Peter Jackson. Mas no sé qué contaros, ni tan siquiera me apetece. Podría empezar por la noche de juerga de ayer como despedida y cierre del curso ofimático, o quizá con los pormenores de la fiesta del grupo K y las aventuras de K. También os podría relatar mis andanzas matinales por la capital de España, encuentros con Miki Nadal y Leo Bassi incluidos. Os podría, por qué no, desmenuzar mis proyectos y planes para un futuro no muy lejano, ése que llamamos a corto o medio plazo, pero que siempre acaba afectando al largo. De momento paso. Como el tiempo. Y como mis palabras. Y eso que hoy volví a Rocafría, y volví a estar con muchos, recordando y soñando, riendo y admirando algún agujero. Sucesos dignos de mención sin duda alguna -para mí, claro-. Y hasta me encontré con el señor Urano, unos meses después de sus primeros pinitos como iluminador de escenarios.
Pues paso hasta de mencionarlo, porque no estoy inspirado, estoy viejo y cansado. Cansado de caminar toda la vida por dentro de mis propias venas para encontrame a mí mismo y a muchos de vosotros. Y es que algunos de esos que sois vosotros hacéis que me suba el azúcar, otros os convertís en colesterol obstruyendo mi paso, unos pocos emponzoñáis mi discurrir, y la mayoría ayudáis que siga caminando, bombeando con fuerza desde vuestro escondite.
No lo había pensado, pero acabo de encontrar otro motivo por el que no hacerme un análisis de sangre.
Hum, supongo que ya habré rellenado suficiente espacio. A ver...
A mis oídos, acostumbrados a voces guturales y sonidos más que cavernosos, llegó el día de hoy una noticia. Un suceso digno de mención y noticioso debido a su relevancia, temporalidad y cercanía. Un acontecimiento que se ha propagado imparable por los ecos de los medios de comunicación. Y toda nueva encierra una historia
una mañana, el gallardo príncipe heredero al trono de un reino sin coronas y su mediatizada prometida salieron a hacer unas compras. Un gesto habitual, corriente y sencillo que les acercaba más su pueblo. Cosas de imagen, comunicación y concesiones del protocolo, ya se sabe. Y visitan la sección de hogar, y la parafarmacia, ajenos quizá no tanto- a la furtiva mirada de un personaje Minolta en ristre. Y comienza a inmortalizar sus míticos momentos. Amorosa escena en las que las manos de ambos alzan una caja llena de piezas de cristalería; entrañable momento en el que él la coge por la cintura para hacer más sencillo el escrutinio del contenido de su carrito; inolvidable instante en el que el heredero abona gustoso todas sus compras con el dinero de todos los españoles. Y ñic ñic de la máquina de las tarjetas, y clic clic de la máquina de fotos. Pero el observador a su vez había sido observado por seis anónimos ojos. Seis pupilas cubiertas por un ahumado cristal polarizado. Y las seis piernas que mueven esos seis ojos empiezan a moverse en dirección de la tienda de todo a 100, 300, 500 y más. Allí las seis manos adquieren un kit infantil llamado Far West. Del envoltorio extraen las placas de sheriff y las muestran, en fugaz gesto, al ojo escondido tras el visor de la cámara. Se hacen pasar por personal de seguridad de la casa real y le piden la tarjeta con todas las fotos. Ante la negativa del interpelado proceden a enclaustrarle en una sala del sótano y ejecutan un magistral cacheo. Nada aparece. Pero ellos no ceden. No están dispuestos a ser bombardeados desde todas partes con un nuevo reportaje sobre el príncipe y su prometida. Y para evitar el fuego cruzado deciden despojar de sus harapos al indeseable periodista. La tensión se masca, guarnecida con tragedia y estupor. La tarjeta digital no aparece, y el nuevo reportaje sobre la real pareja parece cada vez más probable. Esos seis ojos no encuentran explicación al inextricable misterio de la tarjeta desaparecida, y bajan sus seis brazos. Dejan libre y vestido a su futuro maltratador audiovisual, y vuelven a la cola de la administración de loterías.
Mas no se preocupen, pues el periodista, gracias a su labor, aprendió en modo práctico qué es lo que debía hacer con aquellas fotos: METÉRSELAS POR EL CULO.
Y esta historia no tiene Moraleja, aunque, de hecho, es allí donde tuvo lugar.
Ya está bien de descansar. Decide levantarse y reanudar su errante -cada paso era un nuevo error- marcha.
Atrás queda la sombra del desnudo árbol que le había dado cobijo. De frente, un muro de enormes sillares. A la derecha, ladrillo rojo. A la izquierda, un angosto y breve pasillo. Por él avanza. En tres o cuatro pasos llega a su final. Ahí se abre un nuevo pasillo hacia la derecha. Decide tomarlo, pues las rejas que han salido a su paso están cubiertas de espinosos adornos florales. El piso en ese nuevo pasillo es de asfalto, mas enseguida se torna en sucias y revueltas aguas. A su siniestra hay una, más siniestra todavía, puerta. No hay aldaba ni cerrojo. Un débil empujón es su única llave. Las paredes del nuevo pasillo están cubiertas de un aroma húmedo y mohoso. Una gruesa capa de musgos cubre cada una de las irregulares piedras que se elevan a sus costados. Poco a poco se va ensanchando, al mismo ritmo en el que se agudiza el ángulo de la curva que traza. A la izquierda. Ahora muy pronunciada. Pero al final se adivina la luz. Desde allí puede oler el aire que puede respirarse. Avanza rápido, casi corre, buscando ese espacio abierto. Y al alcanzarlo cae desplomado. No por el impacto de la luz. Ni tampoco por el súbito bofetón de aire fresco. La sombra proyectada por un desnudo árbol había sido suficiente para noquearle.
Junto al árbol la arena está removida. Y bajo su copa él vuelve a cobijarse. Maldice e increpa a su particular Dédalo. Llora su pena, condena su encierro. El sol ya pega de lleno en su curtida nuca, mas no levanta indicio de ningún hilo dorado. Él no ha tenido Ariadna, luego es el minotauro. Se deleita en espera de los jóvenes que han de llegar en breve adonde él se encuentra para su mayor honra. Y pasa el tiempo. Y ahora piensa en por qué se llama dedal al dedal. Si será porque nos protege el dedo de la aguja, o porque el hilo fue quien destruyó el mito del laberinto de Dédalo. Y entunces descubre la clásica cultura que envuelve al enmarañado mundo de la costura. Y entrada ya la noche, en pleno delirio, alza sus brazos al cielo en señal de victoria. Ríe de todos aquellos que han sucumbido en la empresa que él concluyó con toda celeridad. Pues en ese laberinto no hay puerta de salida, todas son entradas. Y la meta está en el centro, justo bajo aquel desnudo árbol. Y él ahora en su mente es proclamado campeón del mundo y recordman mundial de la disciplina. Disfruta de su victoria y agradece los aplausos. Cierra sus puños y levanta los dedos índice y corazón en pleno arrebato. Su otro corazón, el de dentro del pecho, llora. Le aterra la idea de que el segundo y tercer premio queden desiertos...
Que no de chabacano.
He conseguido hacer que el chavo vuelva a casa, y seguro que ha vuelto por Navidad. Ha dejado el petate junto a la puerta, las luces de algún árbol se han iluminado, y apagado, e iluminado, y apagado e iluminado. Todo el mundo ríe y sonríe. Predominan en las tendencias del vestuario los tonos pastel. Jerseys de cuello vuelto, camisas salmón y de cuadros. Yo abrazo al señor roca y vomito. El chavo sigue con su camisa a rayas, sus pantalones pesqueros llenos de remiendos y unas botas como las de di Stefano.
El chavo ha vuelto por Navidad, y le voy a regalar una nave interplatanaria. Espero que no sea este año cuando a Quico le traigan su pelota cuadrada.
No dejen de visitar la recientemente actualizada www.eljebi.tk
Carcelero, carcelero.
Carcelero, carcelero.
Por qué no engrasas el cerrojo? Ay, ay, ay...
...si todavía crees que eres libre
es porque no has volado tan alto
como para chocar con las rejas.
Sigo sin librarme de mi voluntario encierro, pero la ofuscación mental parece haber hoy disminuido.
Lamento haber tenido durante tantos días desatendidos a mis niños, que, dicho sea de paso, dejaré de llamarlos así para evitar escándalos neverlandiescos.
Llevo ya unos días aquí dentro. Mirando de vez en cuando a través del cristal de la ventana que hay a mi derecha. Y mi mente viaja en la dirección que le indican mis ojos intentando burlar las rejas. Aquí dentro hace calor. Miro al frente y sólo veo celdas de finos barrotes. Para hacer más llevadera la condena decoro sus paredes con colores chillones, hago aparecer y desaparecer sus barrotes, pero nadie escapa. Todo aquello que veo ha sido encerrado por mí. Pónganse en pie. Preside la sala el honorable juez y verdugo jebi.
Y así paso las horas de mi cotidiano presidio. Encerrando en las celdas más pequeñas a la mayor cantidad de elementos. Que se jodan. Aquí pagarán justos y pecadores por pecadores.
La semana pasada haciné frutas y hortalizas junto a quienes las despachaban y quienes venían a comprarlas. En los inicios de la presente hice presos a un grupo de mecánicos y peluqueras, y eché el candado dejando su trabajo y material junto a ellos. Y ahora condeno con total indolencia a cadena perpetua a los dentistas, sus enfermeras y todos aquellos que osan sentarse en su sillón. Ya noto cómo llega a mis cansadas narices el caliente y nauseabundo hedor a vegetales en estado de putrefacción. Percibo un aroma a sexo inmundo, aceite y afeites pesados. Sé que lo están haciendo. Sé que gritan y piden auxilio. Mas no habrá clemencia. Intentarán abandonar su celda a base de torno de estomatólogo. No los oigo. Ni mucho menos escucho. Hoy son los Dying Fetus mis compañeros de exilio.
Pero abandonaré este reducto en un par de horas, y ellos seguirán aquí dentro, bajo llave en su hoja. Y así seguirán mientras que yo tenga que seguir acudiendo a mi cita. Mi nueva compañera, su creadora y ejecutora. La herramienta de trabajo, ayuda y martirio.
Es la ofimática, y Excel y Access sus testaferros.
Que fue de aquel mítico -para mí al menos- cuiden a los niños?
Ahora lo visito y veo que ha desaparecido la foto del chavo que adornaba elegantemente la sección destinada a los links. Subo a la sección de archivos y cada click me lleva a una nada más mierdosa que el anterior, que si page not found, que si error 404, que si el abuelo es gay...
Supongo que no son más que meras resultas de aquel error general que tuvo su caprichoso servidor. Ni tan siquiera se disculpen por ello. Pero sí debería hacerlo quien ha conseguido multiplicar por cero mis ganas de seguir escribiendo. Viajo a Navalmoral, tengo un mazo de gente a la que enviar un mensaje, pero no puedo. Su servidor, en su caída, arrastró a mi vertiente literaria, y no la recupero. Seguramente esté perdida en el ciberespacio, junto a la foto del chavo, seguro.
Busco y no encuentro, quiero y no puedo...