Manuel Sonseca era una tipo achaparrado y alegre. Siempre con un palillo y una sonrisa en la boca. No se le conocía otra vestimenta que esas pantuflas de cuadros, los pantalones verdes de pana y el jersey marrón. Sus manos eran anchas, sus dedos gordos y sus uñas negras. Con ellas rascaba continuamente su engañosa barrriga y pellizcaba las mejillas de los niños que acudían a saludarle.
Vivía al otro lado de la carretera, junto al río. Allí tenía su hogar, y su mundo. Todas las mañanas los niños del poblado iban a darle los buenos días y hacerle simpática compañía. Apenas hablaba con ellos, su tartamudez complicaba la comunicación. Cuando debía presentarse a alguien lo primero que hacía era respirar hondo y decir su nombre: ma...manuel. Los niños se reían, y fueron ellos los que decidieron empezar a llamarle papá nuel (porque de mamá lo único que tenía era la barriga). Y con este sobrenombre era conocido por toda la comarca, pues tan grande era su fama. Recorría todos los senderos que unían los poblados cargado con desvencijados regalos para los niños. De todos ellos, su favorito era manolillo. Y no por la coincidencia en sus nombres, sino porque era el más pobre de todos aquellos desgraciado zagales. Manolillo había venido al mundo un 26 de febrero. Había llorado sin necesidad de palmadita alguna (de seguro conocía su condición y destino) y había saludado a todos con los tres deditos de su mano izquierda. Por suerta era diestro, y muy ducho el jovenzuelo. Pero la vida, en sus ocho años, le había pasado cara factura, pues ya le había costado un ojo de la cara.
Y aquella mañana la boca de Manolillo parecía desencajarse y su único ojo querer salirse de su órbita. Papá Nuel había llamado a su puerta y le había pedido que saliera. Allá, justo donde señalaban los dedos gordos de Papá Nuel había algo maravilloso. Una auténtica canasta de baloncesto, hecha con la llanta de una bicicleta clavada sobre la parte superior de una lavadora. Y Papá Nuel sonrió ufano, y puso sobre los ocho dedos de Manolillo una pelota hecha con unos trapos. Y allí pasó sentado toda la tarde. En el suelo. Viendo cómo progresaba en el arte del baloncesto Manolillo. Bastante lento, por cierto, pues los tres dedos de su mano no le dejeban sostener la pelota con facilidad. Nada que no pudiera superar de no ser porque, para apuntar a canasta, manolillo cerraba su único ojo y los lanzamientos apenas si llegaban a chocar contra la tapia de ladrillo.
Manolillo buscó con su mirada a Papá Nuel, y vio que se marchaba. Decidió seguirlo a prudencial distancia, maquinando con inocencia la forma de poder sorprenderle y devolverle así el regalo. Y vió que pasaba junto a su chabola y seguía caminando. Y no se detuvo hasta que tuvo frente a sí la montaña más maravillosa del mundo. Una pirámide formada por electrodomésticos, bolsas de plástico tuberías y demás materiales preciosos. Huyó del campo de visión de Papá Nuel y se afanó en encontrar aquel regalo. Y ahí estaba, una preciosa y sucia bufanda. Justo ahí arriba, sobre la estufa oxidada. Y manolillo trepaba como un mono. Un macaco sobre su montaña de desechos. Y la bufanda ya estaba en su mano derecha, y la izquierda y sus tres dedos se hundían en la miseria. Cada vez más, cada vez más. Manolillo hizo un último esfuerzo por escapar de aquel negro alud, pero lo único que consiguió fue dejar a salvo aquella bufanda prendida por su débil puño...
Era muy temprano, pero alguien llamaba a la puerta de Papá Nuel. Era la madre de Manolillo, azorada. Manolillo había desaparecido. No había pasado la noche en casa. En seguida se puso todo el poblado en su búsqueda, mas sin fruto alguno. Papá Nuel había ido en dirección contraria, justo hacia su montaña. Y allí sin esfuerzo descubrió la mano de Manolillo sosteniendo una asquerosa bufanda. Papá Nuel supo en ese momento que aquél era su regalo de Navidad, y corrió a agarrarlo. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas ocultaba la fría manita de aquel niño bajo los escombros. Volvió al poblado. Llegó a casa de Manolillo y dijo que esa noche no quería dormir solo. Ocupó la habitación de Manolillo y se acostó en calzoncillos. La madre de Manolillo recogía el salón cuando descubrió la bufanda. La vio sucia y decididó lavarla, sobre todo por estaba manchada de sangre. Con el corazón en un puño frotaba contra la pila aquella prenda que contenía los vestigios del que fue su hijo. Y por el sumidero desaparecía su último recuerdo mientras las ratas y gusanos daban buena cuenta del resto. Desde entonces papá Nuel nunca abandonó esa casa, ni pasó una sola noche lejos de aquella madre y fuera de aquella habitación. Pero nunca más pudo volver a dormir. "Ahora, la Navidad la celebraré cada 26 de febrero" se decía febrilmente en aquella eterna duermevela...
FELIZ NAVIDAD, si eso.
Posted by eljebi at 23 de Diciembre 2003 a las 01:41 AMme ha gustado mucho, desprende bizarrismo y sufrimiento por cada letra xD
Posted by: Vomitante on 23 de Diciembre 2003 a las 12:58 PMIncreible , hacia tiempo que no me emocionaba , ni con una estupidez literaria. Me ha encantado.
Posted by: N. on 22 de Enero 2004 a las 09:16 AM